· 

Seis hojas recuperadas del diario de Madame Vulpes

Miguel Lupián

 

 

 

*

4 DE AGOSTO

 

«Ciencia», leí a través del espejo mientras cepillaba mi cabello. La abuela decía que si lograba entender su contenido tendría acceso a la verdad. Mamá lo intentó varias veces antes de colgarse de la rama de una jacaranda. Desde entonces sigue ahí, arrumbado entre los frascos de conservas. Un crujido me hizo voltear: el libro estaba en el suelo. Me acerqué para regresarlo al estante, mas los signos y números comenzaron a brotar de sus páginas amarillentas, incrustándose en mis piernas y mis brazos, mordiéndome la nuca y los ojos. Previo a desvanecerme pude ver el interior de la palma de mi mano izquierda: entre las venas, en lugar de sangre, fluían secuencias numéricas palpitantes. Desperté sintiéndome ligera. No había señales del peculiar suceso, aunque el libro había desaparecido. Tomé el cepillo y me senté frente al espejo, tenía que desenredar algunas verdades que me colgaban del cabello. 

 

 

 

 

*

3 DE SEPTIEMBRE

 

«¿Puede preguntarle al fantasma de Juan dónde dejó nuestros ahorros?», dijo la anciana con voz cortada. Aunque las aborrezco, las sesiones espiritistas se han convertido en mi mejor fuente de ingresos. Pedí a sus acompañantes (dos hijas y dos nietas) que se tomaran de las manos mientras entraba en trance. Pero algo estaba mal. En lugar de Juan, criaturas de formas imposibles comenzaron a emerger de las paredes. Recordé una receta de la abuela y con la daga que siempre llevo a la cintura corté los pulgares de las asistentes (viendo cómo una secuencia numérica palpitaba de forma extraña). Vertí la sangre en un cuenco y le agregué agua de río y polipodios macerados. Con mucho esfuerzo logré convencerlas para que sumergieran su ropa interior en la mezcla y mojáramos todas las paredes. Los monstruos no pudieron cruzar y a ellas les preparé un té de cardosanto para los nervios, con unas cuantas gotas de láudano y alcanfor para una de las nietas: más vale prevenir. 

 

 

 

 

*

2 DE NOVIEMBRE

 

«¡La magia no existe!», gritó el párroco mientras me golpeaba el rostro con su biblia. Lo acompañaban cuatro clérigos, con trinches en las manos. Me sorprendieron platicando, como cada año, con la jacaranda de mamá. Me limpié la sangre (la secuencia numérica palpitaba con furia) y repetí a todo pulmón lo que el viento me susurraba. De la boca asquerosa del párroco brotó un pajarillo; de los clérigos, gusanos y caracoles. Luego, ante sus miradas de suplicio, ramas robustas emergieron de su interior, quebrando los huesos y la piel. Sus lamentos inundaron el claro del bosque por horas, hasta quedar convertidos en árboles petrificados. Arranqué la última flor violeta de la jacaranda de mamá, la coloqué entre las hojas de este diario y regresé a casa sintiéndome más fuerte que nunca.  

 

 

 

 

*

24 DE DICIEMBRE

 

«Investigador paranormal», decía su tarjeta. Confieso que la vanidad me poseyó. Nadie había mostrado real interés por mí, y este misterioso forastero no me quitaba la vista de encima. Era un hombre robusto, de piel curtida y barba cerrada; de ojos abismales y labios peligrosamente delgados. Vestía todo de negro y se había quitado el sombrero de ala ancha como muestra de respeto; su oscura melena ondeaba al ritmo de una canción inaudible. Dijo que llevaba toda su vida estudiando el tema y que tomó el primer tren cuando supo de mí. Su voz era calma y grave, como de alguien que ha visto más de lo quisiera aceptar. Al regresarle la tarjeta, nuestros dedos se rozaron... Fuego, dolor, muerte. Sonrió al ver mi desconcierto. «Nos vemos en siete días, pequeña», murmuró mientras se colocaba el sombrero. Impávida, clavada al piso como árbol petrificado, vi cómo esa mancha negra se adentraba en el bosque. 

 

 

 

 

*

1 DE ENERO

 

«¿Acaso es terror lo que veo en tus ojos, pequeña?», preguntó el forastero, al pie de mi cama. La luz de la luna que se colaba por la ventana lo iluminaba. Estaba desnudo. Su cuerpo lampiño mostraba tatuajes de símbolos paganos y frases en latín. En vano intenté escapar, clavarle la daga en el corazón o lanzarle alguna hechicería. Me embistió con violencia una y otra vez. Aunque sentía cómo la sangre resbalaba por mis muslos, lo que más me dolía era la forma en que me penetraba con la mirada, enterándose de cosas que solo a mí me pertenecían. Al amanecer se detuvo. Mientras se vestía, me advirtió que regresaría todas las noches hasta que me arrepintiera. Lo último lo dijo con voz paternal, dejando una caja de cerillas y una petaca de alcohol en la mesita de noche. Cuando cerró la puerta, lloré por primera vez. 

 

 

 

 

*

8 DE MARZO

 

No puedo más. La cordura me ha abandonado. Es momento de partir... Cubriré mi cabello con las hojas violeta de tu jacaranda. Rociaré mi cuerpo maltrecho y este diario inútil con alcohol. Me prenderé fuego... Hasta pronto, mamá.

 

 

 

 

Todo fue muy rápido. El fuego me cubrió por completo, pero no sentía dolor. Mi primera capa de piel se chamuscó hasta desprenderse, dejando a la vista una segunda, libre de heridas. La secuencia numérica que fluía en mis venas se doblaba y desdoblaba. Abracé la jacaranda de mamá hasta que las flamas se extinguieron. De las cenizas del diario surgió un zorro. De su pelaje colgaban esta y cinco hojas del diario más. Ahora me siento viva, ardiente. Es momento de quemar todo, de que sepan quién es Madame Vulpes.  

 

 

 


Miguel Lupián

 

Miguel Lupián (Ciudad de México, 1977) es autor de una docena de libros, donde la brevedad y lo fantástico/terrorífico son sus grandes constantes. También escribe literatura infantil y juvenil, imparte talleres, cursos y ponencias, organiza ciclos de cine de terror y es director de Penumbria, revista fantástica para leer en el ocaso.