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MAG, sublime sin interrupción

Benito Romero

 

 

 

Hará cosa de tres años, me tropecé en las redes sociales con un fecundo autor de aforismos llamado Miguel Ángel Gómez. (Más adelante descubriría que se trata de un licenciado en Filología Hispánica y docente de Enseñanza Secundaria con una creciente obra literaria a sus espaldas, pero en aquel momento lo único que conocía de él era su faceta aforística). Precisamente, al tratarse de un autor profuso, no todo lo que le leí a MAG resultó de mi agrado, aunque en conjunto el material reunía la calidad suficiente como para distanciarse del bizantino ruido que predomina en las redes sociales. Digámoslo ya: en MAG no percibí jamás el postureo de pasarela que predomina en internet, al contrario, sus textos denotaban —y denotan— una firme voluntad creadora, lo que me animó a detenerme en ellos y a comprobar que MAG, en sus felices aciertos, compagina el reflexivo vuelo del halcón con la risa juvenil de verano a través de irrenunciables imágenes poéticas. 

 

Convencido de que me hallaba ante una voz cargada del dulce veneno de la literatura, pronto quise hacerme con algún libro suyo de aforismos, pero, para decepcionante sorpresa, todavía no lo había publicado. Porque MAG es, por encima de cualquier otra catalogación, un poeta; no solo eso, sino un poeta prolífico, hasta el punto de que sería un error hablar del último libro de MAG, porque su último libro siempre es, en realidad, el penúltimo. Por fortuna, la espera no duró demasiado: el intuitivo editor José Luis Trullo, interesado también en los textos breves que MAG difundía en las redes sociales, decidió publicar una pequeña recopilación de los mismos que acabó titulándose Caída libre (Libros al Albur, 2019) y que no dudé en adquirir en cuanto supe de su existencia.

 

MAG nació en Oviedo y suele moverse por su Asturias natal y alrededores: de manera especial, Santander y Burgos. Estos son los lugares que forman parte irrenunciable de su perfil biográfico. Es posible que por este azaroso motivo algunos sientan la tentación de etiquetarlo como el típico «escritor de provincias» —un encasillamiento, por cierto, que viene grande a no pocos que presumen de ser escritores de provincias—, pero es que MAG es, sin duda, mucho más que eso: él, al igual que todo poeta auténtico, entra de lleno en la categoría de «sublime sin interrupción», tal y como sentenció Baudelaire. (No por casualidad, Francisco Umbral, uno de los maestros confesos de MAG, abre su novela Las ninfas, donde mejor relata su infancia de provincias, con la célebre cita del autor francés: «Hay que ser sublime sin interrupción»).

 

Poco importa el género en el que MAG se desenvuelva (el artículo de opinión, el aforismo, el diario), porque sus textos siempre ofrecen al lector el inconfundible zarpazo poético. Al tratarse de alguien «sublime sin interrupción», MAG arrastra la tragedia de los poetas comprometidos, que es mostrarse desconcertantemente lírico a jornada completa: cuando se viste, cuando se afeita, cuando sale a la calle a comprar el pan, cuando pasea o cuando se sienta a tomar un simple café por ahí, otro placer que tampoco oculta, al contrario («En el café hay una soledad beneficiosa» y «Lo que amo observar desde el café es el hormigueo constante, la gente que pasa con su rutina a cuestas», escribe en El aro de latón). A veces imagino a MAG escribiendo, febril y dichoso, en alguna de esas entrañables cafeterías del norte con las ventanas empañadas de vaho a causa del frío, rodeado de libros y anotando sus fabulaciones en la libreta. Porque MAG, como todo poeta auténtico, es un obstinado trabajador de la palabra, conforme ha expuesto en algunas de las máximas de Caída libre: «Llega la noche. Trabajo en mis escritos más que en cualquier empleo»; «Un papel en el bolsillo y una pluma chirriante: mis únicas armas».

 

No es difícil deducir que MAG es un enamorado de la vida («Sin ilusiones la vida sería un monstruo con cabeza de hidra», reconoce), una elección que, en su caso —tampoco es difícil deducirlo—, implica ser un enamorado de la literatura. Eso conlleva, asimismo, que MAG sea un lector generoso: no solo ha leído mucho, sino que además se siente en deuda con cualquiera de los autores destacados que han pasado por sus manos lectoras, de ahí que a todos los trate con mimo y profundo respeto. Ese amor incondicional que profesa a la literatura en su calidad de lector se convierte, inevitablemente, en escritura necesaria. Es por ello que MAG no sabría lo que es vivir sin el vicio de escribir; y, en concreto, sin el vicio de escribir desde el sustrato poético, de ahí que una parte significativa de sus aforismos parezcan versos sacados de un poema que desconocemos y que navega a la deriva.

 

En la página final de Caída libre leemos: «Todo poema es íntimo como una habitación». (¿Se estará refiriendo, acaso, a esa habitación azul admirablemente descrita por Umbral al comienzo de Las ninfas?). Sospecho que en torno a este aforismo pivota una característica fundamental del entramado literario de MAG, que no duda en considerar el acto de la lectura y de la escritura placeres mayores. Por consiguiente, no sería descabellado estimar las palabras seleccionadas para conformar la mirada poética como elementos consustanciales de los objetos que alberga la habitación, es decir, el poema. (En ocasiones tengo la impresión de que MAG construye sus aforismos a partir de una palabra concreta que le atrae de forma irresistible y que quiere hacer suya cueste lo que cueste, del mismo modo que James Stewart desea recuperar a la Kim Novak muerta en el segundo acto de Vértigo). Pese a emplear un tono vehemente en la exposición, MAG no es categórico: él disfruta entreabriendo la puerta de su habitación poética y dejando en manos del lector la decisión de asomarse —o no— para ver lo que realmente hay oculto en ella.

 

El aro de latón (Cypress, 2020) no es un diario al uso. Primera entrega de la trilogía Más noticias de ninguna parte, en los que MAG investiga «el diario abierto, informal, irregular», el libro puede entenderse como la humilde estantería de la mencionada habitación sobre la que el poeta ha ido depositando, con el transcurso de los años, algunos objetos de coleccionista: reflexiones, estampas paisajísticas, prosas poéticas, aforismos, sueños, realidades deformadas y recuerdos. Así, El aro de latón evoca el tono misceláneo de otros libros inclasificables (pienso en Calle de dirección única y El corazón aventurero) que no se dejan domesticar. Porque «a los libros, como a los gatos   —sostiene Umbral—, hay que renunciar a domesticarlos».

 

Como dice —y dice bien— José Luis Morante, «el sustrato metaliterario es uno de los cauces fuertes de El aro de latón». Aunque aquí el realismo sucio y el surrealismo psicodélico se fusionan sin problemas, las influencias literarias, aun existiendo (y que van desde los simbolistas franceses hasta la Generación Beat), no son las únicas: también se encuentra el cine, el jazz, el folk e incluso la pintura de Edward Hopper. (Dicho esto, añado que las influencias en la literatura de MAG son múltiples y sería inútil enumerarlas: en su calidad de creador aprovecha los diferentes ingredientes que caen en sus manos y que él combina para su beneficio; en este sentido recuerda un poco a Quentin Tarantino, pues en su cine el director de Reservoir Dogs es capaz de rendir cálidos guiños a una película de John Ford y a la serie Z más casposa con idéntico respeto cinéfilo).

 

En El aro de latón hay sitio para aforismos certeros; tal es el caso, por ejemplo, de «La paradoja hace camino hacia mí desde su lejanía infinita», o bien de «La envidia no es más que meterse en una jaula con panteras y dejarse despedazar». Pero quizá resulten de mayor interés las reflexiones más extensas, muchas de las cuales podrían ser los pensamientos de los mudos protagonistas que habitan los cuadros del citado Hopper, el pintor de los silencios más secos que se recuerdan. Y es que, como escribe el propio MAG, «el silencio es la imaginación de todos, lo demás nos sobra. El silencio perenne, insobornable es nuestro idioma detrás de las bambalinas. En el silencio, con la fuerza de un grito, se han escrito las obras más hermosas».

 

El aro de latón se abre con una cita de Raymond Carver de la que también toma su título, y concluye con un largo texto dedicado, precisamente, a desglosar la figura de Carver, sin duda el autor, junto a John Cheever —cuya figura también se analiza en el libro—, que de manera más sobresaliente ha plasmado en palabras el universo pictórico de Edward Hopper. Luego esa íntima habitación a la que se refiere MAG parece ser, en última instancia, un cuadro de Edward Hopper. O bien una película de Alfred Hitchcock, puesto que el director de Psicosis reconoció que la obra del pintor neoyorquino fue una constante inspiración para la elaboración de su cine.

 

En conclusión: Caída libre y El aro de latón poseen el suficiente número de textos estimables como para que el lector se anime a acercarse a sus páginas sin miedo y a salir de ellas sin hastío. Por lo que a mí respecta, intentaré estar pendiente de las futuras entregas literarias que nos ofrezca este autor. Unas entregas que, como señalé al principio, no serán las últimas, sino las penúltimas.

 

 

 


Benito Romero

 

Benito Romero (Santa Cruz de Tenerife, 1983) es licenciado en Filosofía. Ha ejercido de programador cultural, de comentarista radiofónico y de jurado cinematográfico. En 2018 publicó el libro de aforismos Horizontes circulares (Ediciones Trea), que obtuvo el Premio AdA de los Lectores al mejor libro de aforismos promovido por la asociación cultural Apeadero de Aforistas. En diciembre de 2019 obtuvo el II Premio de Aforismos La Isla de Siltolá con Desajustes (2020).