Johary Ravaloson
Col |
VOL À VIF
Vol à vif (Vuelo al aire libre), fragmento de una literatura del sur que desvela para el lector del norte una realidad que quizá le parezca alejada de su entorno cotidiano, pero que marca el ritmo de la vida de los hombres y mujeres que habitan la zona intertropical. Esta novela nos traslada hasta el sudoeste de Madagascar, y más concretamente al corazón del territorio de los Baar —uno de los dieciocho «pueblos» de la Gran Isla del Índico— para captar en vivo los robos de cebúes. El robo de ganado está lejos de ser una anécdota ya que, de hecho, estructura la vida cotidiana en las zonas secas de Madagascar, cuyos habitantes se dedican a la ganadería suntuaria con fines más sociales que económicos. La novela arranca con la huida desesperada de los Dahalo (los «bandidos») que empujan su ganado robado a través de la inmensa meseta rojiza del Urumbe para ocultarse en el macizo laberíntico del Yshal, perseguidos por los gendarmes que disparan sobre ellos…
Johary Ravaloson es un escritor nacido en Madagascar en 1965. Jurista de formación y editor de las Editions Dodo vole, es un escritor de expresión bilingüe, francés y malgache. Muy reconocido en su país, y en la zona del sur de África, ha escrito novelas, relatos y textos breves. La novela Vol à vif (2016) recupera el personaje del joven Tibaar, ladrón de cebús, presente en el relato La porte du Sud, que obtuvo el Gran Premio del Océano Índico en 1999. Otras de sus obras son: Géotropiques (2010), Les larmes d’Ietsé (2013), y Amour, patrie et soupe de crabes (2019).
María José Furió (Valencia, 1962) es escritora y traductora de francés, italiano e inglés a español. Especializada en no-ficción, es la temática africana lo que le atrae de Vol à vif, y en concreto un conocimiento del terreno y la vitalidad de los personajes. No es obra de un autor blanco de raíces coloniales, sino que Ravaloson da a conocer la realidad de la isla con una voz que discurre con naturalidad entre las culturas francesa y malgache. María José Furió llegó a saber de la existencia de Ravaloson a través de un amigo, profesor en la Universidad del Cabo (Sudáfrica), muy introducido en las nuevas corrientes de la literatura poscolonial africana de expresión francesa e inglesa. Furió ha traducido a Fernand Braudel, Ludo de Witte, Gabriele Basilico, Jean Giraudoux, Ian Winwood, Oliviero Toscani, Alain Touraine, Paul Veyne y a Robbe-Grillet, entre otros.
|
Col |
(ROBO EN CAMPO ABIERTO)
(página 23 del original)
¡Hazo lava è! ¡Hazo lava!...
La alarma me sobresalta en medio del silencio imponente del Yshal antes de reconocer la voz de un Razilna lleno de malicia. Está crecida la mañana. Las montañas ocre del macizo brillan como el oro. De lado a lado, hay barrancos que muestran laderas verdes y húmedas, a veces incluso con jirones de bosque primario. Hay arroyos, ríos que corren y vienen a alimentar el río Malio que bordea el oeste de esta tierra de los antepasados convertida en reserva para turistas y ocasional refugio de los dahalo.
—¡Qué tranquilidad!—me dice Razilna, poniéndose en cuclillas a mi lado, sobre mi roca de observación.
—¡Sí!— digo yo.
—¿Todo bien?
—Más o menos. Los cebús están a resguardo. Los hemos llevado casi uno por uno para bordear el primer torrente, con las pezuñas metidas en el agua. Luego hemos trepado a duras penas por las rocas para pasar al segundo. Tibaar está recogiendo las boñigas.
—Siempre queda rastro. No podemos rezagarnos.
—¡Claro! Ranono aún no ha llegado —digo—. ¿Has corrido mucho?
—Ja, ja, ja. No van a recuperar pronto su ganado —responde.
—He visto los cuerpos de Jao y de Leky —añade con gesto sombrío—. Los han expuesto, hechos pedazos, delante de la garita de los gendarmes, en la entrada del pueblo. Eso me ha puesto furioso. He encontrado petróleo y los he quemado, con garita y todo. Esa sí ha sido una buena diversión. Luego, también le he prendido fuego a la cola de algunos cebúes. Han echado a galopar como condenados. ¡No veas el caos! —dice recuperando la sonrisa.
—Ja, ja, já –también me echo a reír—. ¿Qué hacemos ahora, Razilna?
—¡Ya veremos! ¡Mira, ahí está Tibaar! —dice, como para ahuyentar mis temores.
—¡Eh! ¿Qué, bailando el kilalala? —se acerca Razilna, bonachón.
—¡Eh! —exclama Tibaar, casi sin aire—. He oído un grito…
—¡Era yo! —se ríe nuestro jefe.
—¡Ah!
Tranquilizado del todo, Tibaar empieza a hablar del tema que lo tiene contento esta mañana, su vaca preñada. Parirá mañana o pasado mañana, concluye. Con la suya, será la cabeza ciento cuarenta y tres del rebaño.
—¡Y tu primera cabeza también! —replica Razilna guasón.
Tibaar se ríe de puro contento.
—Hay una gruta a una hora de aquí, hacia el sur —explica Razilna quitándose el sombrero—. Está bien encajada y solo tiene una pequeña abertura. Habrá que llevar leña suficiente para asar un cebú, cuando sea lo bastante de noche para que no se vea el humo.
—¡¡¿Vamos a matar un cebú del rebaño?!! —se ofusca Tibaar; sus reflejos de propietario aumentan a cada hora que pasa.
—¡Llevamos un rato esperando a Ranono! —lo tranquiliza Razilna—. ¡Y puede que tengamos que esperar más antes de vender el botín! ¡Habrá que comer! Además, no olvides que son cebúes robados. ¿Estamos?
—¡Sí ! —muge Tibaar con ojos de ternero.
No digo nada. Aunque Razilna habla con tranquilidad, noto cómo asoma la duda. No es nuestro estilo andarnos por las ramas. Nuestra fuerza hasta ahora se resume en la velocidad y en la rapidez de las acciones, que despistan a nuestros rastreadores. Aflojar, incluso en el Yshal, no es buena señal. ¡Pero, bueno!, hay que esperar a Ranono y no debemos preocupar al crío.
A mediodía, al ver que Ranono no llega, Razilna y yo sabemos que ya no vendrá. Hemos descansado bien y hemos aprovechado la fortuna de este paraje. Las corrientes de agua nos han masajeado los músculos un poco agarrotados y sus bosques nos han regalado frutos silvestres para endulzarnos la boca. No se ve rastro de humo en el horizonte. Al acabar la tarde, ni Ranono ni los rastreadores nos habían alcanzado.
Preparamos el horno en la cueva que Razilna señaló. Al ir a buscar al cebú que vamos a asar, Tibaar ha cambiado el gesto lloroso del propietario desposeído por la alegría oronda del estómago a punto de hartarse de comer. El cebú estará asándose hasta el amanecer. Aunque el fuego esté bien escondido, y el humo sea invisible en una noche aún sin luna, el olor puede hacer que a más de uno se le haga la boca agua. El viento que sopla del este también trae nubes. Cuando hacia medianoche la lluvia cae, intercambiamos sonrisas al jugo de cebú, dentro de la cueva ahumada.
—¡Esta vez, nuestro rastro está completamente borrado! —dice Razilna.
Organizamos un turno de guardia y nos acostamos en medio de sueños perfumados.
Poco antes del amanecer nos levantamos. Nos repartimos la carne y volvemos abajo hacia el redil. Ciento cuarenta y un cebúes nos esperan, rodeando a una cría recién nacida. Tibaar está en la gloria. Pasa el día canturreando. En cuanto a mí, con la luz del día vuelven mis preocupaciones. ¿Hemos perdido o bien hemos ganado una noche de descanso? ¿Dónde vamos a vender tantos cebúes? ¿Razilna descansa para afrontar mejor nuestros problemas o para olvidarlos? El día se termina sin que nadie nos dé alcance. Cuando los rayos de sol apenas rozan las cumbres ocre del macizo, emprendemos nuestra marcha a través, en dirección al norte. Aún de madrugada, empieza a llover. Durante largo tiempo esas nubes han recorrido a lo largo de la meseta del Urumbe, antes de que la montaña del Yshal detuviese su carrera y las hiciera caer en forma de lluvia. De vez en cuando corremos para reanimarnos.
Al amanecer, Razilna sube hasta una cumbre para avizorar un lugar a resguardo para el ganado. Una vez establecidos los turnos de guardia, nos echamos perezosamente a orillas de un río, unos mascando cecina de cebú, otros arroz salado. Cuando la noche cae, volvemos a levantarnos. Cuando la noche acaba, paramos. Cada vez hablamos menos. Tibaar está metido en sus sueños. Ha estado a punto de tropezar con una colmena hormiguero, eso lo ha mantenido despierto un rato. Razilna también es inaccesible ahí delante.
Solo la marcha consigue calmar mis preocupaciones. Sigo esperando con impaciencia el alba para reanudar nuestro periplo y así recuperar la serenidad. Hemos recorrido casi la mitad del macizo sin encontrar alma viviente. Desde ayer por la tarde, no ha parado de llover. La marcha se hace más difícil así. Al sol le cuesta abrirse paso entre las nubes. Los cebúes avanzan a regañadientes y algunos parece que quieran perderse bajo la lluvia. Tibaar los cuenta una y otra vez, muy preocupado. A mí no me angustia, hay animales de sobras y yo necesito un lugar seco.
Una montaña más que subir y llegamos a un pequeño altiplano coronado por el acantilado de los Lémures [1]. Nuestra llegada no ha pasado desapercibida. Los makis [2], en lo alto, chillan todo lo que pueden, agitando sus colas blanquinegras, gesticulan enseñando todos los dientes. Nos dan más risa que miedo. Y por otro lado, no tenemos la intención de invadir sus alturas, que caen a pico. Unos huecos adornan los flancos del precipicio.
—¡Me quedaría aquí de buena gana! —digo, buscando con la mirada una caverna accesible donde para cobijarnos.
—¡Estamos atrapados si nos encuentran aquí! —observa Razilna, con el paraguas chorreando.
—¡Aquí o en otro sitio, si nos encuentran estamos atrapados!
Allí en lo alto, los makis se han calmado. A lo mejor se han dado cuenta de que no nos podrán expulsar. Quizá sea solo a causa de la lluvia. En todo caso, la mayor parte ha regresado a sus guaridas. Algunos, los centinelas, nos observan desde sus ramas.
De vez en cuando, alguno se columpia de árbol en árbol, como si se deslizara sobre esta cascada vegetal antes de desaparecer en un agujero, no sin antes lanzar uno de esos alaridos.
—Solo hay dos accesos, por donde hemos venido y por donde vamos —insisto—. Además, todos podremos descansar. ¡Los monos harán guardia!
—¡De acuerdo! —responde Razilna, más por cansancio que porque esté convencido de verdad.
Encerramos a los animales bajo los árboles, contra el acantilado. ¡Hoy, hoy! despierta a Tibaar, que se queda dormido bajo la lluvia contemplando las acrobacias de los makis. Nos ponemos a cubierto.
Encontramos bastante rápido un rinconcito seco. La lluvia parece que quiere parar. Un fino chorro de sol atraviesa las capas de nubes cuando, cansado de sondear el cielo, me reúno con mis dos camaradas al fondo de la cueva. Tibaar está ya roncando. Razilna, como es su costumbre antes de dormir, rasca en un trozo de madera. No parece con más ganas de charla que yo. Me acuesto al lado de Tibaar. Espero ir a mi aldea de sueños.
___
Notas:
[1]. https://www.tresorsdumonde.fr/vallee-du-tsaranoro/
[2]. Un tipo de mono de la región.