Jesús Negro García
Son muchas las personas, quizá una aplastante mayoría de quienes habitan esta tierra fatigada, para las que palabras como «origen» o «pertenencia» vienen atestadas de una semántica cristalina, de un contenido que sacia la propia vivencia personal con el sello de lo incontrovertible, de tal modo que adquieren para ellas, de forma ciertamente fraudulenta, la apariencia de un acto cognitivo de tendencia universal e irrecusable, el fruto apodíctico que da lo particular cuando encuentra un número suficiente de adeptos.
Para otras, el origen puede venir impuesto, de tal manera que la noción de un lugar de nacimiento, con independencia de que se haya tratado de impregnarlas de este con mejor o peor fortuna, pueda resultarles algo tan casual como el tiempo que hará dentro de tres semanas, y la pertenencia estar ligada no a ese sitio en particular, el del propio alumbramiento, sino más estrechamente a otras geografías que a su vez las reclaman con una fuerza mayor.
Esta situación de nomadismo identitario, no obstante, cede espacio a una ocupación del umbral que nunca queda del todo resuelta, en primer lugar por la preeminencia que se le da a la historia de los antepasados. ¿Se puede ser de aquel lugar en el que no se cuenta con un historial familiar, en el que no existe una casa de todos a la que volver? La conclusión puede revestir formas muy variopintas y llenas de matices, según la disposición de quien vaya a emitir el dictamen —el juez a veces, a veces también el verdugo—, con todo, en última instancia, la respuesta legítima no puede ser otra que «sí», por cuanto quien se encuentra ubicado en el umbral es de donde quiera ser, es lo que quiera ser, lo que elija ser; no obstante, conforma una presencia siempre en conflicto, siempre marcada por la duda.
Se trata de una condición de estar en el mundo que, se diría que con poco o ningún lugar a dudas, entronca con un fenómeno peculiar que se da en la creación literaria, a saber, el de aquellas escritoras y escritores que por su misma voluntad eligen dar forma en una lengua que no es la propia —entendiendo este adjetivo, «propio», con el sentido de (país de) «origen»—, o bien la mancillan con plena consciencia, la retuercen con una intromisión que puede llegar a no soportar en tanto que esa edificación de lo inherente que tantos académicos pretenden. No en vano, Bernard Pivot se lamentaba de la excesiva presencia del español en la obra ganadora del Goncourt del 2014, Pas pleurer, de Lydie Salvayre, que sería en realidad una suerte de fragnol o «frañol», tal y como la propia autora precisaba [1]. Lydie Salvayre se contaría, pues, entre esa suerte de autoras y autores que se rebelan contra una lengua que se les presupone, en virtud del nacimiento, como la herramienta más sagrada de la que disponen, que se rebelan, entonces, contra el origen como esencia constitutiva.
No me quiero referir, aunque hay una relación tangencial y quizá más que eso, a casos como los de Milan Kundera o Asli Erdogan, quien se considera a sí misma como «exiliada de mi propia lengua» [2], los cuales responden al paradigma —del que parece que podemos aventurarnos a decir que está mucho más presente en el imaginario historiográfico de la literatura— de la escritora o escritor que se ven forzados a marcharse de su país y a dejar allí su idioma por razones políticas o catástrofes de otra índole, y que tienen, pues, condiciones distintas y, en consecuencia, implicaciones también diferentes. El acontecimiento raro al que yo me refiero es el de la escritora o escritor que se lanzan a las fauces de una lengua ajena, si bien cada cual por motivos personales enteramente distintos, por el propio afán de su voluntad, o bien que deciden afrontar la propia desde la interferencia de lo foráneo. Es decir, no escritoras y escritores que pierden su lengua original, a quienes les es vedada, sino que voluntariamente desean, ya sea por activa o por pasiva, deshacerse de ella.
En esta congregación podemos incluir, ya lo sabemos, a la mentada Lydie Salvayre, como también a Matilde Campilho, a Guka Han o a Akira Mizubayashi. La primera, lisboeta de nacimiento, recibe la designación, sin embargo, de luso-carioca, tan carioca como es la dicción con la que irrumpió, en el 2014, para hablar de los poemas de su libro Jóquei [3], en el que ambos mundos están entreverados, el primero ocupado por el segundo, como si ella, la escritora, la declamadora, volviese de regreso con los suyos para transmitirles un mensaje desde la antigua colonia, uno con la capacidad de alterar el lenguaje.
La segunda de la breve y caprichosa lista ofrecida, Guka Han, nació en Corea del Sur, pero escribe en francés, dándose la circunstancia de que tiene su residencia actual en París. No obstante, la aparente lógica que subyace a estos detalles no ha de hacernos pensar que se trata de un cambio natural, de una cadena causal que es mero fruto de las circunstancias y que no presenta mayores complicaciones. No trataré de evidenciar con torpeza lo que ella misma revela con sus propias palabras: «De hecho, escribo en una lengua extranjera, una lengua que comencé a hablar bastante tardíamente» y «en mi caso, la artificialidad del francés es uno de los motores del proceso de escritura. Quizá parezca un poco contradictorio, pero es precisamente esa distancia que existe entre el francés y yo misma lo que hace que me suelte. La carga que para mí tienen las palabras en coreano me resulta excesiva; están asociadas a distintas historias, a un pasado, a sentimientos demasiado engorrosos. Llegan a connotar tantas cosas que tengo la impresión de estar prisionera. El francés, por contra, supone la ocasión para acercarse a la escritura de un modo totalmente distinto, más ligero, en cierto modo. No me crie con este idioma, no me constituye; se trata de un territorio neutro en el que puedo desarrollarme con una mayor flexibilidad, sin las ataduras del coreano» [4]. Tal y como afirma la también escritora Xiaolu Guo, «un idioma no es suficiente» [5]. Vemos que Han nos pone sobre la pista de, entre otras, cuestiones plásticas relacionadas con el cambio de idioma para la configuración creativa, de cómo la práctica con un lenguaje distinto al que se le atribuye como propio abre a la escritora a nuevas vías formales y expresivas difíciles o imposibles de concebir en un estadio previo a tal modificación; también, aunque ella no lo diga, a los lectores preexistentes de esa lengua. El modo en que Guka Han concibe el acercamiento a los idiomas y su papel en la escritura creativa, con las dispares reflexiones que hace en torno a la proficiencia (o a la falta de ella) o a las constricciones expresivas de lo nativo, son un puntal muy importante de las disquisiciones que se tratan de precisar en los párrafos presentes.
Akira Mizubayashi, por su parte, es un caso paradigmático del tipo que proponemos aquí, volcado en una revuelta permanente contra las concepciones del origen como sustancia congénita hipostasiada, como un fantasma que haya de atormentarnos sin solución a lo largo de toda nuestra vida por el mero hecho de haber nacido. En un país como Japón, tan dado a los apocalipsis y tan impermeable a los apocalípticos, Mizubayashi es todo un oasis en mitad del desierto. Su libro Breve elogio de la errancia debería leerse en todos los colegios (y también en todas las fábricas y en las universidades). Nació y vive en Japón pero toda su obra está escrita en francés.
Pero este es un artículo, o pretende serlo, sobre la traducción. La forma más habitual de entender la traducción es como el vertido de un texto de origen a un texto de llegada en una lengua distinta a la original. Los casos de las escritoras y el escritor que acabamos de presentar no tienen nada que decir, en principio, sobre la traducción entendida de este modo. No se trata, al menos hasta donde sabemos, de que escriban en su lengua materna para, en un paso subsiguiente, proceder a la traducción de ese escrito original, y que el producto pase a ser el texto destinado a la imprenta. No obstante, y al mismo tiempo, hay algo en la transmutación a la que se someten a sí mismas a través del lenguaje que difícilmente resultará ajeno a ninguna traductora ni traductor.
En su libro Enlarging translation, empowering translastors, Maria Tymoczko llamaba a ampliar la disciplina de los estudios de traducción [6], dilatar su alcance y ponerla en relación con otras áreas de estudio y sus objetos. Este emplazamiento y otros posteriores de índole similar, como el de Susan Bassnett [7], entre otra serie de condicionantes y mediaciones, estarían en el origen de propuestas de ensanche como la traducción cultural o la postraducción. La propia Tymoczko ya advirtió, con posterioridad, de los peligros de estirar demasiado a la ligera los casos de uso del concepto de traducción, en particular desde una representación eminentemente occidental de este [8]; no obstante, no se puede negar que la traducción en ese sentido se erige en una factoría de usos metafóricos con una jugosa versatilidad y una productividad inagotable, muy conveniente a la hora de abordar la reducción epistemológica de muchos de los fenómenos que en principio cabría adscribir al campo de la sociología entendida en un sentido amplio, ya sea en sus adscripciones culturales, históricas, geográficas, etc. Por qué no decir que no son pocos los ejemplos, de hecho, en que la esquematización de alguno de estos mecanismos en la forma de una traducción va más allá de la mera parábola.
Creo que es desde una perspectiva así que hay que acercarse a la poderosa intuición de que los citados y sucintamente descritos modelos literarios de abandono del propio lenguaje o de asalto a este mediante la introducción invasiva de otros distintos en la forma de interferencias tienen una estrecha relación con las prácticas traductivas. La misma Maria Tymoczko, en un artículo hoy clásico en la disciplina de los estudios de traducción, se sublevaba frente al extendido tropo de que el traductor se encuentra en una situación in between, «intermedia», entre un idioma y otro, el de origen y el de llegada, es decir, entre una cultura y otra, entre una ideología y otra, entre una geografía y otra, entre la lealtad a unas y a otras…[9] Esta le parecía a Tymoczko, hablando de metáforas, una torpemente construida. Una posición intermedia con respecto a todos esos diversos ejes y otros resulta en una imagen demasiado estática en relación a la verdadera plaza que ocupa el traductor frente a las posturas de dominancia, la cual, por supuesto, está también mediada por su disposición personal hacia estas, y que consiste en la de quien mantiene un contacto demasiado estrecho con la otredad como para no resultar, como mínimo, sospechoso. El cargo que se conjetura es el de divergencia.
Visto de este modo, se va aclarando el presentimiento de que lo que hacen Salvayre, Campilho, Han, Mizubayashi y otras escritoras y escritores como ellas constituye, de alguna forma, una suerte de traducción, por cuanto el espacio lingüístico-cultural en el que se ubican voluntariamente es el mismo que ocupa el traductor. En tal sentido, están asimismo en relación con aquellas personas de las que hablaba al principio, aquellas que, por contingencias quizá de la más ínfima importancia, se ven en un lugar en el que su origen y lo que reconocen como su identidad se hallan en conflicto, y que, cuando en esa pugna toman partido, cuando eligen, pero siempre bajo sospecha, siempre en un umbral, si no están traduciendo están al menos ejecutando una labor muy parecida a la de los traductores y ocupando, sin matices, un emplazamiento de igual naturaleza. Pero, si, volviendo, por ejemplo, a Mizubayashi, nunca hubo un Breve elogio de la errancia en japonés, ¿dónde se encuentra exactamente el acto traductivo, el pie puesto en la actitud de sospecha, la inmersión en la divergencia tomados dos puntos (por ejemplo) de referencia? La respuesta, en este punto, me parece sencilla; para comenzar a escribir el breve elogio en francés, Mizubayashi se ha trasladado primero a sí mismo del japonés al francés, ha abandonado una forma de percibir y de expresar, un acopio de metáforas, una historia colectiva reflejada en una gramática, en una ortografía y en una serie de relaciones entre significantes y significados, y hasta un mundo cognitivo [10], y lo ha hecho para ubicarse a sí mismo en otros distintos, en otros nuevos, en actitud de conflicto con los de origen. En el nuevo lenguaje de adopción, no diremos que se redescubre, sino que se recompone. Lo que hace esta relación de autores en su actitud de violencia opositora hacia la lengua nativa es, en definitiva, una traducción de sí, se rebelan contra el origen para liberar otra identidad, ya sea esta real, genuina, por decirlo así, o el viso de una posibilidad, un experimento lingüístico e identitario.
Para Sperber y Mercier [11], el razonamiento reviste un carácter argumentativo, de tal forma que solo tiene pleno sentido si se lleva a cabo en un formato de confrontación colaborativa, es decir, como actividad social, antes que al amparo de la meditación interior. No obstante, la urgencia que lleva a la traducción de sí (la traducción del «yo», pero no solo) obliga a practicar un agresivo careo con la propia persona, el cual forma parte de un ejercicio social, pero se asienta en un espacio íntimo. Se trataría, quizá, de la única vía honesta para ese levantar argumentos contra uno mismo que proponían los filósofos griegos.
En definitiva, para compendiar de forma muy breve lo expuesto hasta aquí, la voluntad de una serie de escritoras y escritores de abandonar la lengua de origen en favor de otra distinta o de impugnar aquella mediante la introducción cuantitativamente considerable de injerencias de sistemas ajenos las pone a todas ellas, aunque sea desde puntos de partida particulares, en una posición de características similares y distintivas, que tiene que ver con el traspaso de un lenguaje a otro, no solo de un texto, sino del propio yo y su mundo cognitivo, lo que nos lleva a hablar sin temor a la vacuidad de un fenómeno traductivo muy concreto, el de la traducción de sí.
Querría hacer un último apunte a modo de conclusión. Es obvio que, cuando el idioma natural —o uno de ellos— reviste el carácter de minoritario y minorizado, la opción de escribir, de expresarse en esa lengua, no es solo una cuestión de estética, sino, además, de ética. Teniendo en cuenta esta salvedad, me gustaría dejar apuntado el potencial, tanto estético como ético, precisamente, del traducirse a sí, de la inclinación a expresar lo necesario en una lengua distinta a la que nos vino impuesta, por pura contingencia, como propia, para, de este modo, alzarse en rebelión, siquiera de forma metafórica, puesto que tanto importan aquí las metáforas, contra el fantasma de Babel, para huir de aparentes inherencias que son meras casualidades, de las trabazones del propio origen y del propio lenguaje, para hallar los posibles visos, si es que algo así puede existir, de una comunicación más pura.
Chus Negro.
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Notas:
[1]. Véase El País del 5 de noviembre del 2014, https://elpais.com/cultura/2014/11/05/actualidad/1415193014_489627.html y https://www.onlalu.com/rencontre-avec-lydie-salvayre-10146/
[2]. Véase: https://www.counterpunch.org/2020/11/06/prison-the-plague-writing-and-exile-an-interview-with-asli-erdogan/
[3]. Véase: https://vimeo.com/97003855
[4]. Véase: https://diacritik.com/2020/01/07/guka-han-la-langue-francaise-est-un-territoire-neutre-dans-lequel-je-peux-evoluer-sans-les-contraintes-du-coreen-le-jour-ou-le-desert-est-entre-dans-la-ville/ (la traducción es del autor del presente artículo, como lo es en todos los casos en que no se indique lo contrario).
[5]. Véase: https://www.theguardian.com/books/2016/oct/13/my-writing-day-xiaolu-guo
[6]. Rodríguez Arcos (2019).
[7]. Carrasco (2019).
[8]. Maitland (2017, pp. 18-19)
[9]. Tymoczko (2003).
[10]. Véase Henrich (2016, cap. 13 en particular, así como las fuentes a las que remite).
[11]. Sperber y Mercier (2017).
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Bibliografía:
FILHOL, Benoît y JIMÉNEZ-CERVANTES ARNAO, M. Mar, «El frañol en Pas pleurer de Lydie Salvayre y su traducción al español», Çedille. Revista de estudios franceses, n.º 14, 2018, pp. 197-220.
CAMPILHO, Matilde, Jóquei, Tinta da China, Lisboa, 2014.
CARRASCO, Cristina, «Tu cuerpo debe ser escuchado: la postraducción del cuerpo femenino», CLINA, vol. 5-1, junio del 2019, pp. 131-146.
HAN, Guka, Le jour où le désert est entré dans la ville, Éditions Verdier, París, 2020.
HENRICH, Joseph, The Secret of Our Success, Princeton University Press, New Jersey, 2016.
MAITLAND, Sarah, What is cultural translation?, Bloomsbury, Londres/Nueva York, 2017.
MIZUBAYASHI, Akira, Breve elogio de la errancia, traducción de Mercedes Fernández, Gallo Nero, Madrid, 2019.
RODRÍGUEZ ARCOS, Irene, «Traducción publicitaria y estereotipos de género: el caso de Vanish», Trans. Revista de traductología, n.º 23, 2019, pp. 183-197.
SALVAYRE, Lydie, Pas pleurer, Editions du Seuil, París, 2014.
SPERBER, Dan y MERCIER, Hugo, The Enigma of Reason. A New Theory of Human Understanding, Harvard University Press, 2017.
TYMOCZKO, Maria, «Ideology and the Position of the Translator. In What Sense is a Translator ‘In Between’?», Apropos of Ideology. Translation Studies on Ideology – Ideologies in Translation Studies, María Calzada Pérez, ed., St. Jerome Publishing, Manchester/Northampton, 2003, pp. 181-201.
— Enlarging translation, empowering translastors, Routledge, Londres/Nueva York, 2007.
Jesús Negro García
Traductor y corrector con experiencia en el sector desde el 2011, además de escritor. Entre los libros que ha traducido (algunos a varias manos) hasta el momento se encuentran Las recetas de las películas del Studio Ghibli, varios autores; Marcados al nacer, de Ibram X. Kendi; El código de la vida, de Walter Isaacson; Programa o serás programado, de Douglas Rushkoff; Contagio, de David Quammen; Cooperación o extinción, de Noam Chomsky; La luz que se apaga, de Ivan Krastev y Stephen Holmes; Todo sin gluten, de Claire (Clea) Chapoutout; Libera tu cerebro, de Idriss Aberkane, o Ascensión / The Leftovers, de Tom Perrotta, además de haber corregido las traducciones de libros como De Adolf a Hitler, de Thomas Weber; La edad de la penumbra, de Catherine Nixey; Los europeos, de Orlando Figes; Dios salve a Texas, de Wright Lawrence; El árbol enmarañado, de David Quammen; Auge y caída de los dinosaurios, de Steve Brusatte; Las mentiras que nos unen, de Anthony Appiah, y más.