Rosa María Ramos Chinea
Dijo Octavio Paz alguna vez: «Un título debe, al mismo tiempo revelar y ocultar la materia del libro. Si pierde su misterio, deja de ser un título y se convierte en una etiqueta». Aida siempre cumple con este requisito. El título de su libro Deseo y la tierra ya plantea un misterio y nos hace preguntarnos de inmediato cuestiones tales como la relación entre lo que se ansía, la insatisfacción por no lograr lo que se desea y la contemplación de la tierra como planeta, la tierra como suelo y subsuelo, y núcleo. Entonces, ya no podemos evitar lanzarnos de bruces en el libro para dejarnos llevar por su ritmo trepidante, por una sintaxis que se rompe y reacomoda al antojo de la creadora, por una puntuación que no concuerda con ninguna regla conocida. La poeta adapta los signos a su antojo, a la velocidad que le dicta su pensamiento inquieto y tenaz.
El monólogo de la persona poética que nos aborda desde el primer poema nos sumerge de inmediato en una red de sensaciones muy físicas, muy asociadas a la solidez de la tierra, al cuerpo y sus órganos y a la punzada del dolor, el temblor del miedo, la náusea de la culpa.
A lo largo de la lectura, nada se resuelve. No parece haber cura para la herida, o remedio para el miedo o resolución de la culpa. El deseo es lo único que danza a sus anchas en la pecera y la culpa es una lluvia que moja durante la espera. La tierra se traduce en testigo silencioso, que guarda secretos, que no cuenta nada de lo que ve. La voz poética le pide a la naturaleza una imprevista embestida que devuelva el orden, que sane lo que se ha roto: «querer de la naturaleza una ofensiva».
La lectura de Deseo y la tierra me lleva a una abstracción: la mala hierba puede arruinar una cosecha, el pesticida de la indolencia, el venenoso aguijón de la alevosía son capaces de insertar, en el cuenco limpio de la inocencia, la consciencia del asco, la sacudida del miedo y sobre todo la culpa, esa sombra que no nos merecemos. Los órganos del cuerpo se crispan. El sistema digestivo trata, en vano, de digerir la vergüenza, masticando con insistencia el dolor que dejan los cuchillos al pasar por el estómago. Tragarse la tierra, comer la tierra como se come el odio, como se digiere el dolor.
Evitar el deseo para purgar las culpas y entretanto regar la tierra, testigo impasible del hecho infausto, regarla con la sangre coagulada del desencanto, respirar su aire indiferente, dejarse llevar por su viento, que el pelo se enrede y el vello se desenrede, aspirar el vapor nauseabundo que brota de la podredumbre de las alcantarillas. En el poema «y aún así deseo», leemos: «colocar la boca en las alcantarillas aspirar el vapor la sangre de quienes viven aquí».
A través de la lectura, inesperadamente, la persona poética escucha voces, voces que siempre dictan órdenes, dan consejos, procuran opiniones. Una angustia se manifiesta al no poder ni querer cumplir órdenes o seguir consejos, compartir opiniones. La persona poética nos cuenta que sigue viva a pesar de las secuelas que dejan las heridas físicas, los daños emocionales. Así, leemos imágenes estremecedoras como: «dentro la tierra como un cuchillo en la digestión» o esta otra: «si estoy viva es porque tragué cuchillos». Casi podemos sentir en nuestras entrañas los bordes cortantes de las cuchillas, las navajas o los cúteres: «tus dedos cuchillas de otra ciudad».
Los afilados instrumentos no le son propios a la persona poética, pero la invaden, se esgrimen desde los dedos de un adversario inoportuno, inesperado, dedos que guardan un secreto escrito en letras minúsculas, un secreto susurrado y compartido con la tierra, los ojos secos de la tierra que no dice nada sobre lo que le pasó. La tierra ya no es un lugar seguro: «has pensado alguna vez que la vida que la vida en los desiertos o dentro de tus ojos?».
La lectura de Deseo y la tierra nos remite a la psicóloga y poeta argentina Liliana Mizrahi, quien en su libro Las Mujeres y la Culpa se refiere a la «mujer como sujeto del texto». Deseo y la tierra es profundamente femenino, sus imágenes parecen surgir de ese rincón donde lo femíneo se muestra desencarnado, donde la intimidad es arrebatada por extraños dedos-tentáculos inquisidores. Para Liliana Mizhari: «Escribir es donar los órganos y luego habitar ese espacio de desposesión en la obstinada confianza de alcanzar la verdad y algún tipo de belleza».
En Deseo y la tierra, de pronto se nos revela el autorretrato de la mujer fragmentada, desposeída, descompuesta y atrapada en la red de la inactividad. El único movimiento real es el deseo de movimiento que se acciona en el fluir del pensamiento que aterra y culpabiliza: «entre la tela un templo bragas blancas un poco manchadas de sangre yo no tuve la culpa».
Para Jacques Lacan somos sujetos del deseo. La tesis lacaniana del sujeto que aprende a vivir el deseo del otro creyendo que es su propio deseo, aflora cuando imaginamos a la persona poética inmovilizada por el dolor, en estado catatónico, frente a los dedos extraños, viviendo desde un silencio aterrador el deseo del otro. La voz poética concluye desde el interior oscuro de su inconsciente: «el dolor te hace sentir bien en cierto modo». Nos preguntamos: ¿el dolor nos hace sentir bien porque de algún modo nos recuerda que aún respiramos?
Sin embargo, estar vivas es una forma más de estar entre las rejas del miedo, porque la vida es el recordatorio de que algún día moriremos. Surge entonces la imagen del pájaro enjaulado, y la persona poética se sabe pájaro, se conoce jaula. Así leemos: «los pájaros me asustan los pájaros mueren la hora / ya pasó. y grazno».
El tiempo, así como la persona poética, se ha roto «hoy es domingo. / mañana será domingo». El reloj desprovisto de agujas se transforma en palpitar del dolor y se quiere salir del cuerpo y se sale y se contempla la tierra desde arriba, en un afán de escapar, escapar de la grave sentencia «ya eres mujer». Reconocer la desnudez de ser mujer, la avalancha de ser mujer, la injusticia de ser castigada por mujer, la suciedad de la culpa por ser mujer, la pérdida del deseo por consentir el deseo del otro.
Sembrar el deseo para recuperarlo, como recurso para dar continuidad a la vida en tierra. La palabra como único alimento posible para aligerar la absorción del mundo que se nos viene encima: «qué apretar?», se pregunta la voz poética, queriendo descubrir cómo poseer, cómo abrazar, sin tener que estrangular.
Y la respuesta quizás esté en las palabras recientemente pronunciadas por Patti Smith para un diario argentino: «La palabra es y ha sido el arma más hermosa del mundo». Y con la palabra quizás esa mujer que yace y piensa pueda lograr que la tierra vuelva a ser una casa segura, abandonar la geografía mínima del sofá, ese sofá sobre el que transcurre el aburrimiento y se crean dioses nuevos a quienes ofrendarle músicas. El sofá en el que se reside y se escriben las propias oraciones, el sofá donde se pasa hambre, donde una mujer sentada se atiborra de azúcares, experimenta la sed, se ahoga en el deseo nunca satisfecho. El sofá del salón como lugar para hundir los dedos propios en la cueva húmeda que guarda la llaga ardiente y sus miedos.
La voz poética aguarda y así lo expresa: «yo espero la explosión como una perra me cierro la puerta de la casa como tres kilos de azúcar. yo / espero».
La tierra en su campo y sus arenas y desiertos. El aire en el viento, el vapor, el vaho putrefacto proveniente de los albañales. El agua en la ducha, en el río, en el glaciar. El fuego en los incendios y la pirotecnia. Todos los elementos confluyen en la poética de Aida González Rossi. Cada elemento juega su papel y posee su color en el universo creativo de una de las escritoras más sorprendentes de nuestro presente.
Que la gran duda persista en ti, para que indagues, indagues siempre. Y que tu deseo se siembre en tierra nueva y crezca.
Rosa María Ramos Chinea
Rosa María Ramos Chinea (Caracas, Venezuela, 1958). Es máster en Educación, mención Enseñanza de la literatura en inglés por la Universidad Pedagógica Experimental Libertador. Fue profesora de Inglés en la Universidad Politécnica Antonio José de Sucre. Ha impartido talleres de inclusión de la literatura en el área de la enseñanza del inglés y el castellano. Escribe poesía y relatos. Ha publicado los libros de poemas Tiempo de queja (1998), Delirios de orilla (2015) y Tribuna para el desconcierto (2017) y Lázpiz de ceniza (2018). También ha producido, dirigido y conducido programas radiales de corte cultural, entre los que destacan La Hora en Blanco, La Maleta y Poetas en serie.