Carmen Anisa
El 17 de enero de 1904 la compañía del Teatro de Arte de Moscú estrenó El jardín de los cerezos. Al final de la obra, y entre grandes aplausos, Antón Chéjov subió al escenario para saludar; el público quedó sobrecogido al ver la debilidad y el deterioro físico del escritor. El 29 de enero Chéjov cumplía cuarenta y cuatro años y seis meses después moriría en Badenweiler, Alemania. Su mujer, la actriz Olga Knipper, recordaba aquella noche del estreno: «Parecería que la suerte hubiese decidido mimarlo por esta vez y concederle, por un corto tiempo, todo lo que él quería… Moscú, el invierno, el teatro». Según Konstantin Stanislavski, cofundador del Teatro de Arte, aquel día de triunfo tuvo cierto «aire de funeral».
A Chéjov le supuso un esfuerzo enorme escribir El jardín de los cerezos; apenas avanzaba unas líneas al día. Si se encontraba en Yalta, pensaba que necesitaba Moscú para concentrarse; pero en Moscú hacía demasiado frío. Tampoco los médicos se ponían de acuerdo acerca de lo que era mejor para él. En octubre de 1903 envió la comedia al Teatro de Arte y en diciembre partió hacia Moscú, donde pudo asistir a los ensayos de la obra. Escribía Natalia Ginzburg que, según Chéjov, Stanislavski no había entendido su comedia, «le daba un tono trágico». Y Chéjov insistía: «No he escrito un drama, sino una comedia, es más, en algunos puntos es una farsa». Pero «todo allí respiraba olor de muerte», nos dice Irène Némirovsky. Y poco a poco El jardín de los cerezos se convirtió en un drama.
En una de las escenas finales de la obra, Lopakhin, antiguo siervo y dueño ahora de la finca de los cerezos, trae champán para despedir a los que fueron los ricos propietarios. Yascha, el criado, termina bebiéndose el champán. La comicidad de la escena no puede ocultar una cierta amargura:
LOPAKHIN (gritando desde la puerta). —Oigan, yo les invito. Vengan a beber una copa de champaña, en señal de adiós. (Pausa.) ¿No quieren aceptar mi invitación?... Si lo hubiera sabido, no lo habría comprado. Está bien; yo no lo beberé tampoco. (Yascha coloca con precaución la bandeja sobre una silla.) Yascha, en tal caso, bébetelo tú.
UNO DE LOS MOMENTOS ESTELARES DE LA HISTORIA DELA LITERATURA
La muerte de Chéjov es uno de los momentos estelares de la historia de la literatura. Todos los biógrafos se basan en los recuerdos que escribió Olga Knipper acerca de lo sucedido en la noche del 2 de julio de 1904. Su primer testimonio es de 1908. Chéjov se fue a dormir y se despertó sobre la una, torturado por los dolores: «Y por primera vez en su vida mandó llamar a un médico». Olga despertó a Leo Rabeneck, un estudiante ruso que se alojaba en el hotel, y le pidió que fuese a buscar al doctor Schwöhrer. El médico calmó a Chéjov, «le puso una inyección de alcanfor y pidió champán». En 1922, Olga escribió otro testimonio, en el que, como señala Janet Malcolm, «refinó y amplió la escena de la muerte»:
Llegó el médico y pidió champán. Antón Pávlovich se incorporó y dijo al médico en voz alta, en alemán (sabía muy poco alemán): Ich sterbe (me muero). Entonces cogió un vaso, se volvió hacia mí, esbozó una extraña sonrisa y dijo: «Hace mucho tiempo que no bebo champán», apuró tranquilamente la copa, se volvió ligeramente del lado izquierdo y poco después quedó callado para siempre. El terrible silencio de la noche solo era turbado por una gran polilla que había irrumpido en la habitación como un torbellino, se golpeaba enloquecida con las lámparas eléctricas encendidas y revoloteaba confusamente por la habitación.
El médico salió, y en el silencio y el calor de la noche el corcho de la botella de champán sin terminar saltó de pronto con un estallido terrible. Empezaba a amanecer y a medida que la naturaleza se despertaba, el delicado y melodioso trino de las aves llegaba como una primera canción de duelo (…) No se oía ninguna voz humana, no se percibía la agitación de la vida cotidiana, solo la belleza, la serenidad y la majestad de la muerte.
Cincuenta y cuatro años después, en 1958, Leo Rabeneck publicó en un periódico de la emigración rusa el artículo «Los últimos momentos de Chéjov». Según su testimonio, en el hotel había entablado amistad con los Chéjov. El escritor se encontraba optimista, haciendo planes de futuro. Nadie podía imaginarse que el fin estuviera tan próximo. El joven acompañó al doctor a la habitación y cumplió con diligencia todo lo que le encargaron. Como el enfermo no se reanimaba, el médico le dijo a Rabeneck que trajera una botella de champán y una copa. El doctor Schwöhrer llenó la copa casi hasta el borde, Chejov se la bebió y pronunció la famosa frase que Olga ya había escrito en su relato: «Hace mucho tiempo que no bebo champán».
El médico también encargó a Rabeneck que le dijera a Frau Chéjov que su marido había muerto. Olga se quedó petrificada. Luego empezó a gritar en alemán: «No es verdad, doctor, dígame que no es verdad». El doctor le pidió al joven estudiante que no dejara a Olga sola, y que quitara de la mesa todos los objetos afilados, como cuchillos, etc. Cuando el médico se fue, Leo Rabeneck convenció a Olga para que se sentara en el balcón. Cogió dos sillones y se sentaron. Desde allí, en silencio, contemplaron un maravilloso amanecer.
El doctor Schwöhrer, tercer testigo presencial, no dejó nada escrito, pero un corresponsal del periódico Navostia Dnia, habló con él y recogió sus palabras en la noticia: «Según el médico, [Chéjov] se comportó con estoica serenidad, como un héroe, hasta el último momento».
En su biografía sobre Chéjov, escrita en 1941, Irene Némirovsky se mantiene fiel al relato de Olga. Mientras el estudiante salía a buscar al médico, «Olga Leonordovna rompía hielos para ponerlos sobre el corazón del moribundo. Él la rechazó con suavidad: "No se pone hielo en un corazón vacío"». Como final de la escena, Némirovsky se recrea en el poético motivo de la mariposa nocturna:
Una mariposa nocturna enorme y negra entró en el mismo instante en el cuarto. Volaba de una pared a otra, se lanzaba contra las lámparas prendidas y volvía a caer dolorosamente, con las alas quemadas, y retomaba su vuelo, ciego y fatal. Después volvió a encontrar la ventana abierta sobre la dulce y oscura noche, y desapareció. Y en ese rato Chéjov había dejado de hablar, de respirar, de vivir.
Natalia Ginzburg, que también sigue el relato de Olga Knipper, escribe:
Chéjov deliraba, hablaba del Japón y de un marinero. Ella le colocó una bolsa de hielo sobre el pecho. Y de pronto, recuperada la lucidez, él le preguntó: «¿Para qué poner hielo sobre un corazón vacío?».
Para Janet Malcolm, el modo en que los biógrafos han manejado los distintos testimonios de los testigos «ofrece un instructivo indicio sobre los mecanismos de los métodos biográficos». Por ejemplo, Henri Troyat, en Chekhov (1984), escribe que, cuando Olga intenta ponerle hielo en el pecho, Chéjov recupera el conocimiento para decir: «No pongas hielo en un estómago vacío».
Philip Callow en Chekhov: The Hidden Ground (Chéjov: el terreno escondido, 1998) utiliza también la frase «No pongas hielo en un estómago vacío». Luego describe la escena en la que el doctor pide por teléfono «una botella del mejor champán. Le preguntaron que cuántos vasos quería. "Tres —gritó—, y deprisa, ¿me oye?". (…) Trajo el champán un joven mozo que al parecer acababa de ser despertado». Toda la escena está basada en un relato de Raymond Carver: «Errand», que en español se tradujo como «Tres rosas amarillas». Y así concluye Janet Malcolm:
Callow no nos informa de lo que ha copiado de Carver, Carver no lo hace de lo que ha copiado de Olga y de los biógrafos. El mozo es invención suya, pero no así Schwöhrer, Rabeneck, Olga y Antón. Tampoco es el autor del «argumento» de la escena de la muerte. El autor es Olga. La poderosa narración de esta es el esqueleto en el que se basan todas las reconstrucciones posteriores de la escena, incluida la de Carver.
«ERRAND» O «TRES ROSAS AMARILLAS»
Raymond Carver (1938 - 1988) publicó «Errand» en la revista The New Yorker el 1 de junio de 1987. Después el relato formó parte del libro Where I’m Calling From: New & Selected Stories (1988). Los nuevos relatos se publicaron en España por la editorial Anagrama en 1989. «Errand» («Encargo») pasó a titularse «Tres rosas amarillas». Carver, que ya estaba muy enfermo, trabajó intensamente este relato. Era un homenaje a su admirado Chéjov. Para ello tuvo que documentarse, leer biografías y cartas, y seleccionar todo lo que pudiera ser relevante.
«Errand» se divide en cuatro partes, como cuatro actos de una obra teatral. La primera parte, se inicia en la noche del 22 de marzo de 1897, cuando Chéjov ha sido invitado a cenar por su amigo Alexei Suvorin, editor y magnate de la prensa. «Naturalmente», van a L’Ermitage, el mejor restaurante de Moscú. Nada más sentarse a la mesa, a Chéjov «empezó a brotarle sangre de la boca». La tuberculosis, a la que apenas había hecho caso desde la primera vez que escupió sangre, en 1883, había dado la cara de la manera más brutal.
El 25 de marzo, Chéjov ingresó en la clínica del doctor Ostroúmov, en Moscú. Maria Chéjov, su hermana, lo visitó días después. También fue a verlo Tolstói, que vivía cerca de la clínica. Carver se detiene en las famosas palabras que Tolstói le había dicho a Gorki acerca de Chéjov: «Qué bello, qué esplendido ser humano…». Y para la conversación que Tolstói y Chéjov mantienen, se documenta en la carta que Chéjov escribió a Mijaíl Ménshikov:
Tuvimos una conversación de lo más interesante, interesante principalmente porque, más que hablar, me limité a escuchar. Discutimos de la inmortalidad. Tolstói reconoce la inmortalidad en su forma kantiana, presuponiendo que todos nosotros (hombres y animales) seguiremos viviendo en algún principio (como razón o amor), cuya esencia es un misterio. Pero solo puedo imaginarme ese principio o fuerza como una masa informe y gelatinosa; mi yo (mi individualidad, mi conciencia) se fundiría con esa masa; no siento la menor necesidad de esa clase de inmortalidad, no la comprendo, circunstancia que sorprendió a Lev Nikoláievich.
La segunda parte del relato comienza siete años después. Chéjov se había casado en 1901 con la actriz Olga Knipper. A principios de junio de 1904 el matrimonio viaja a Berlín para consultar con el doctor Karl Ewald que, tras examinar a Chéjov «alzó las manos al cielo y salió de la sala sin pronunciar una palabra». Después el matrimonio viajó hacia Badenweiler, una pequeña ciudad balneario en la Selva Negra, y acabó instalándose en el hotel Sommer.
A pesar de lo avanzado de su enfermedad, Chéjov escribía a su madre diciéndole que estaba mejorando, y que pronto se restablecería por completo. Y así llegamos a la madrugada del 2 de julio. Carver se ajusta al guion establecido en el relato de Olga. Chéjov deliraba, hablaba de marinos y soldados japoneses. Mientras llega el doctor. Olga intenta poner una bolsa de hielo en el pecho; y aquí Carver utiliza las palabras de otros biógrafos: «No debe ponerse hielo en un estómago vacío».
El doctor Schwöhrer intenta reanimar a Chéjov, pero viendo que nada surte efecto, toma una decisión, pedir que le traigan champán. Lo cierto es que Chéjov estaba sufriendo una insuficiencia cardiaca, a consecuencia de lo avanzado de la tuberculosis, y el champán podría, al menos, aliviarle los padecimientos. Pero esto no se cuenta en «Tres rosas amarillas», porque en este momento comienza la ficción. Carver recrea una posible llamada telefónica del doctor:
Pidió que subieran una botella del mejor champaña que hubiera en la casa. «¿Cuántas copas?», preguntó el empleado. «¡Tres copas!», gritó el médico en el micrófono. «Y dese prisa, ¿me oye?» Fue uno de esos excepcionales momentos de inspiración que luego tienden a olvidarse fácilmente, pues la acción es tan apropiada al instante que parece inevitable.
Asimismo, Carver introduce a un nuevo personaje, el joven rubio, «con aspecto de cansado y el pelo desordenado y en punta». Con el uniforme arrugado, parecía como si lo hubieran despertado de improviso.
La tercera parte del relato comienza cuando el joven entra en la habitación. Todo es exquisito: la botella de Moët, la «bandeja de plata con el champaña dentro de un cubo de plata lleno de hielo y tres copas de cristal tallado». «De forma metódica» —no olvidemos que es alemán—, el doctor Schwöhrer descorcha la botella: «Lo hizo cuidando de atenuar al máximo la explosión festiva. Sirvió luego las tres copas y, con gesto maquinal debido a la costumbre, metió el corcho a presión en el cuello de la botella». No hubo brindis. Después de pronunciar las famosas palabras: «Hacía tanto tiempo que no bebía champaña…», y de beber la copa, Chejov muere.
El relato continúa siguiendo las líneas básicas de las memorias de Olga: el calor, la mariposa nocturna, el deseo de Olga de quedarse a solas con Chéjov, el corcho que salta de la botella y la hermosa frase que escribió Olga: «Solo existía la belleza, la paz y la grandeza de la muerte».
EL JARDÍN DE LOS CEREZOS DEL DÍA DE LA VICTORIA
En el «Epílogo» de Vida de Chéjov, Irène Némirovsky recoge el testimonio que en 1914 escribió Gorki sobre el entierro de Chéjov. El féretro «llegó en un vagón verde en cuyas puertas se leía, en letras grandes la siguiente inscripción “Ostras”». Para colmo había en la estación una banda militar que tocaba una marcha fúnebre. Y los que se habían reunido para el entierro de Chéjov, la siguieron. Pero se dieron cuenta de que la banda tocaba para acompañar al féretro de un general. Así que la comitiva tuvo que cambiar el rumbo para seguir el sarcófago de Chéjov.
Olga Knipper comenzó una nueva vida en la que no faltaron los triunfos y las grandes adversidades. Para los rusos Olga no gozaba de la simpatía de Chéjov. La veían como una mujer ambiciosa e intrigante.
En El misterio de Olga Chejova, Antony Beevor ofrece un retrato de las familias Chéjov y Knipper durante la difícil época que atravesaron: la Primera Guerra Mundial, la revolución bolchevique, la guerra civil en Rusia, las purgas de Stalin, la Segunda Guerra Mundial y la dura posguerra.
Tras la rendición alemana, el 9 de mayo de 1945, los miembros del Teatro del Arte de Moscú decidieron montar una representación especial. La obra elegida fue El jardín de los cerezos. Al igual que en 1904, Olga Knipper-Chejova, cofundadora de la compañía, interpretaría el papel de la rica propietaria Ranievskaya. Ahora, con setenta y seis años, se había convertido en «un monumento viviente del teatro ruso». Ya en 1928 la habían nombrado «artista del pueblo» de la Unión Soviética. Sin embargo, bajo el poder de Stalin, esta distinción no la protegía. Siempre sintió miedo de que la policía secreta de la NKVD pudiera arrestarla.
En 1945 la actriz era casi el último superviviente del grupo que comenzó a dirigir Stanivslaski en 1898. Olga Knipper procedía de una familia alemana asimilada; su hermano había colaborado con los rusos blancos en Siberia; y su sobrino, Liev Knipper, había sido oficial del Ejército Blanco. Para colmo, su sobrina, Olga Chejova, se escapó a Berlín en 1920, donde empezó a trabajar en el cine mudo y se convirtió en la estrella favorita de Hitler; aunque, en verdad, Olga era también espía de los servicios de inteligencia soviéticos. Por eso pudo viajar a Moscú para asistir a la representación de «el jardín de los cerezos del día de la victoria», como titula Antony Beevor el primer capítulo de su libro. De nuevo, se escucharon las palabras que Chéjov había puesto en boca de Trofimof:
Toda Rusia es nuestro jardín. La tierra es vasta y magnífica. Los bellos lugares abundan en todas partes. (Pausa.) (…) Diríase que los cerezos viven, en el sueño, lo que acontecía doscientos años ha. Una trágica pesadilla los abruma. Nosotros debemos expiar nuestro pasado. Debemos acabar con él.
Siendo muy joven Olga Chejova se había casado con Mijail Chéjov (1891-1955), sobrino de Antón Chéjov. Tuvieron una hija, Ada, y el matrimonio acabó de forma desastrosa. Mijail Chéjov, que era actor del Teatro de Arte, emigró a Hollywood, donde difundió las enseñanzas de su maestro Stanivslaski.
Olga Knipper (la tía Olia) murió en 1959, a la edad de 90 años. En 1980 moriría Olga Chejova, a causa de una leucemia. Antony Beevor entrevistó a su nieta, Vera Tschechowa, el 16 de octubre de 2003. Su testimonio no podía ser más literario:
Cuando Antón Chejov se hallaba postrado en su lecho de muerte de Badenweiler, había dicho a la tía Olia que le apetecía una copa de champán, y había muerto después de bebérsela. Su sobrina, Olga Chejova, decidió seguir su ejemplo, y fue capaz incluso de indicar a Vera en qué anaquel de la bodega se hallaba la botella. Cuando esta regresó, su abuela apuró la copa antes de pronunciar sus últimas palabras: «La vida es bella».
«ENCARGO» O «TRES ROSAS AMARILLAS»
Acerca de Chéjov escribe Carver en «Tres rosas amarillas»:
En consonancia con su concepción de la vida y la escritura, carecía —según confesó en cierta ocasión— de «una visión del mundo filosófica, religiosa o política. Cambia todos los meses, así que tendré que conformarme con describir la forma en que mis personajes aman, se desposan, procrean y mueren. Y cómo hablan».
En la parte final del relato, alguien llama a la puerta de la habitación. Era el joven que por la noche había traído el champán. Ahora se había aseado, peinado, y su traje lucía impecable: «Sostenía entre las manos un jarrón de porcelana con tres rosas amarillas de largo tallo. Le ofreció las flores a Olga con un airoso y marcial taconazo» —no en vano, era alemán—. El joven descubre de pronto el corcho en el suelo, junto a la punta de su zapato. Pero llevaba el jarrón en las manos, y no le parecía apropiado agacharse.
Por su parte, Olga tiene una tarea bien distinta para él. Como si estuviera dirigiendo una obra de teatro, conforme al método de su amigo y maestro Stanivslaski, da instrucciones al joven sobre cómo tiene que actuar para ir a buscar al dueño de una funeraria: debe imaginar la escena antes de interpretarla, para que la actuación sea perfecta. Debe experimentar su papel, centrarse en esa tarea:
Debía comportarse exactamente como si estuviera llevando a cabo un encargo muy importante, y nada más. De hecho, estaba llevando a cabo un encargo muy importante, dijo la mujer. Y, por si podía ayudarle a mantener el buen temple de su paso, debía imaginar que caminaba por una acera atestada llevando en los brazos un jarrón de porcelana —un jarrón lleno de rosas— destinado a un hombre importante.
Pero el joven estaba concentrado en otra tarea distinta: el corcho que aún permanecía en el suelo.
En 1925 Die Verwandlung, de Kafka (1883-1924), se publicó en España en La revista de Occidente con el título de La metamorfosis. Fue la primera traducción universal de la obra. Pero Kafka no había elegido el término «Metamorphose» para titular su historia, sino una palabra del lenguaje usual: «transformación». Solo hasta que en 2003 apareció el tercer tomo de las obras completas Kafka, la novela no recuperó su verdadero título: La transformación.
«Tres rosas amarillas» es un hermoso título, poético y sugerente. Pero el título de Carver era «Errand», «Encargo», pues en ese «encargo» se hallaba la esencia de esta obra maestra. Quizás Chéjov, que amaba las palabras justas, hubiera preferido también el título «Encargo».
NOTA FINAL: Mientras corregía la versión definitiva de este artículo supe de la muerte —el 16 de junio, a los 86 años— de la escritora y periodista estadounidense Janet Malcolm —Jana Wienerová—, nacida en Praga en 1934, desde donde emigró con su familia en 1939, ante el peligro que suponía la ocupación nazi. Este artículo no hubiera sido posible sin la lectura de su libro Leyendo a Chéjov, un viaje literario por la vida y la obra de Chéjov, visitando a la vez los lugares donde trascurrió su vida. Janet Malcolm me ayudó a comprender, en toda su dimensión, el relato «Errand» de Raymond Carver, construido como un puzle de citas que el escritor amaba, hasta llegar a la escena final del «encargo».
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Bibliografía:
BEEVOR, Antony. El misterio de Olga Chéjova. Barcelona, Crítica, 2004.
CARVER, Raymond, Tres rosas amarillas. Traducción de Jesús Zulaika. Barcelona, Anagrama, 1989.
GINZBURG, Natalia, Antón Chéjov. Traducción de Celia Filipetto. Barcelona, Acantilado, 2006.
MALCOLM, Janet, Leyendo a Chéjov. Traducción de Víctor Gallego Ballestero. Barcelona, Alba, 2004.
NÉMIROVSKY, Irène, Vida de Chéjov. Traducción de Aníbal Díaz Gallinal. Buenos Aires, Losada, 2015.
Carmen Anisa
Carmen Anisa es profesora de Lengua y Literatura en un instituto de Lucena, Córdoba. Ha obtenido diversos premios literarios, como el
premio a la mejor obra teatral de autor andaluz, con Foto familiar (2001), en el Concurso Nacional de textos teatrales Luis Barahona de Soto. Ha colaborado en presentaciones literarias,
jornadas culturales o catálogos de exposiciones. Desde 2011 escribe en su blog De nada puedo ver el todo, y también publica reseñas en la revista digital Tendencias
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